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25 de Mayo de 1810

Por Carlo Pezzot*

Me ubico frente a la pantalla de mi computadora, sin una idea concreta de lo que quiero escribir acerca de la Revolución de Mayo. Sé que no debo caer en la crónica árida, sin vida casi, de los sucesos que se produjeron en la precaria, pero arrogante ciudad de Buenos Aires, en esa semana memorable -decimos hoy- del otoñal y lluvioso mayo porteño. 
La altiva y anegada capital del Virreinato del Río de la Plata era escenario de un crítico proceso político, que se desarrollaba desde 1806. Sin duda, la elemental urbe que a orillas del ancho río se levantaba, no era más que un eslabón de los desequilibrios que conmocionaban a Hispanoamérica, consecuencia de la decadencia del Imperio español y de su claudicación frente a las potencias que se disputaban el dominio mundial: Gran Bretaña y Francia.
A mediados de mayo de 1810, un buque inglés, llamado Juan Parish, trajo noticias de la caída de la península en manos del gran corso, Napoleón Bonaparte. Estas noticias, esperadas con ansiedad por los grupos políticos que manifestaban su oposición a la burocracia virreinal y que reclamaban un cambio profundo en las instituciones, sirvieron como punto de partida para el accionar de los mismos y que, en pocos días, desde el veintiuno hasta el veinticinco de Mayo, provocarían el remplazo de Cisneros por una Junta.
Es cierto que fue decisiva la participación de los jefes de milicias. Saavedra, cauto y hasta conservador, al conocer la noticia sobre la caída de España en poder de Napoleón, dijo, y al  menos eso se le atribuye: “Ahora sí que las brevas están maduras”.  De este modo brindaba su respaldo a los ilustrados como Belgrano, Castelli, Vieytes y otros que en secretas reuniones conspiraban y difundían sus liberales ideas en las columnas del «Correo de Comercio».
Estos pensamientos iluministas y fisiocráticos eran leídos, con ávido interés, por los jóvenes pertenecientes a las familias más importantes, que se reunían en el café de Marcos. Fueron en definitiva la doctrina de la pacífica revolución que comenzó en el Cabildo abierto del 22 de mayo.
El cabildo abierto o asamblea o congreso, como algunos osados lo se llamaron, se reunió como dije el día 22. Bajo un cielo plomizo, que apenas permitía que los débiles rayos del sol otoñal se filtraran,  fueron llegando a la sala capitular los señores invitados, que a «la parte principal y más sana» de la sociedad pertenecían.
Al comenzar la sesión, los partidarios del virrey se cruzaron miradas de sorpresa y alguno se interrogó sobre la  escasa concurrencia. Lezica le hizo conocer su inquietud a Leiva  en estos términos:
“¿No se han cursado 450 esquelas de invitación? Pues yo sólo cuento a unos doscientos  asistentes. Algo raro puede pasar”.
Después de los reaccionarios discursos de los representantes del Virrey, alguien habló.  “¿Quién es ese fogoso y apasionado orador», se preguntó el obispo. «Habla con el fanatismo de un hereje», se decía el mismo prelado.
“Juan José, ¿cómo te atreves a sostener esa endiablada idea de que el pueblo es el depositario del poder?» Se repetía el eclesiástico jerarca, que  con fría mirada condenaba al hombre, que con enérgico valor citaba ante el Virrey las teorías de un extraviado ginebrino. Lue que así se llamaba, el santo obispo con fría mirada, que como una filosa daga se introducía en el elocuente representante, de lo que ya se perfilaba como una revolución, trasuntaba una premonición que en su mente reaccionaria se expresaba en estos términos: «La lengua habrá que cortarte».
Discurso clave y decisivo el de Castelli, que convenientemente suavizado por un moderado Saavedra se convirtió en el voto mayoritario. “La autoridad del virrey será reemplazada por una junta designada por el cabildo; pero que no queden dudas, que el poder o mando lo confiere el pueblo”. 
 La reacción del partido virreinal no se hizo esperar.
“Esto es una Revolución señores”, exclamaron algunos de los partidarios del virrey. “Hay que impedir que estos enemigos del Rey tomen el poder”, dijo otro. El cabildo activo centro de la reacción, intentó un movimiento contrarevolucionario y mantuvo a Cisneros con todos los poderes al frente de una módica e inofensiva junta.
 La noche del 24 anunciaba, como el cielo, una tormenta política. Se movilizaban las bases del movimiento, que ya era abiertamente revolucionario. Un numeroso grupo de agitadores dirigidos por activistas como French y Beruti desbarataron la intentona de la camarilla contra.
Fue en la mañana lluviosa  del 25 de Mayo, en la plaza, cuando forzaron a los hábiles integrantes de un cabildo, que pretendió ignorar la revolucionaria energía, a designar una junta integrada por nueve miembros. Surgía así, un gobierno que pronto demostraría que se trataba de una verdadera Revolución, para propagarse a todo el territorio del virreinato, difundiendo las ideas de LIBERTAD E IGUALDAD.
* Profesor de Historia, escritor.

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