
El campeón del mundo con la Selección Argentina murió este
mediodía luego de que se descompensara por la mañana en la casa del barrio San
Andrés, en el partido bonaerense de Tigre, donde vivía desde hacía algunos días
luego de haber sido operado de la cabeza. El 30 de octubre había cumplido 60
años.
Villa Fiorito fue el punto de partida. Y desde allí, desde
ese rincón postergado de la zona sur del Conurbano bonaerense se explican
muchos de los condimentos que tuvo el combo con el que convivió Maradona. Una
vida televisada desde aquel primer mensaje a cámara en un potrero en el que un
nene decía soñar con jugar en la Selección. Un salto al vacío sin paracaídas.
Una montaña rusa constante con subidas empinadas y caídas abruptas.
Nadie le dio a Diego las reglas del juego. Nadie le dio a su
entorno (un concepto tan naturalizado como abstracto y cambiante a la lo largo
de su vida) el manual de instrucciones. Nadie tuvo el joystick para poder
manejar los destinos de un hombre que con los mismos pies que pisaba el barro
alcanzó a tocar el cielo.
Quizá su mayor coherencia haya sido la de ser auténtico en
sus contradicciones. La de no dejar de ser Maradona ni cuando ni siquiera él
podía aguantarse. La de abrir su vida de par en par y en esa caja de sorpresas
ir desnudando gran parte de la idiosincrasia argentina. Maradona es los dos
espejos: aquel en el que resulta placentero mirarnos y el otro, el que nos
avergüenza.
A diferencia del común de los mortales, Diego nunca pudo
ocultar ninguno de los espejos.
Es el Cebollita que solo tenía un pantalón de corderoy y es
el hombre de las camisas brillantes y la colección de relojes lujosos. Es el
que le hace cuatro goles a un arquero que intenta desafiarlo y al mismo tiempo
el entrenador que intenta chicanear a los alemanes y termina humillado. Es el
que se va bañado de gloria del estadio Azteca y el que sale de la mano de una
enfermera en Estados Unidos. Es el que arenga, el que agita, el que levanta, el
que motiva. El que tomaba un avión desde cualquier punto del mundo para venir a
jugar con la camiseta de la Selección. El del mechón rubio y el que estaciona
el camión Scania en un country. Es el gordo que pasa el tiempo jugando al golf
en Cuba y el flaco de La Noche del Diez. El que vuelve de la muerte en Punta del
Este. Es el novio de Claudia y es también el hombre acusado de violencia de
género. Es el adicto en constante lucha. El que canta un tango y baila cumbia.
El que se planta ante la FIFA o le dice al Papa que venda el oro del Vaticano.
El que fue reconociendo hijos como quien trata de emparchar agujeros de su
vida. Un icono del neoliberalismo noventoso y el que se subió a un tren para
ponerse cara a cara contra Bush y ser bandera del progresismo latinoamericano.
Es cada tatuaje que tiene en su piel, el Che, Dalma, Gianinna, Fidel, Benja… Es
el hombre que abraza a la Copa del Mundo, el que putea cuando los italianos
insultan nuestro himno y el que le saca una sonrisa a los héroes de Malvinas
con un partido digno de una ficción, una pieza de literatura, una obra de arte.
Porque si hubiera que elegir un solo partido sería ese.
Porque no existió ni existirá un tramo de la vida más maradoneano que esos
cuatro minutos que transcurrieron entre los dos goles que hizo el 22 de junio
de 1986 contra los ingleses. El mejor resumen de su vida, de su estilo, de lo
que fue capaz de crear. Pintó su obra cumbre en el mejor marco posible. Le dijo
al mundo quién es Diego Armando Maradona. El tramposo y el mágico, el que es
capaz de engañar a todos y sacar una mano pícara y el que enseguida se supera
con la partitura de todos los tiempos.
cortadas. Y que la sigan chupando. Y la tortuga que se escapa. Y el jarrón en
el departamento de Caballito, el rifle de aire comprimido contra la prensa, la
Ferrari negra que descartó porque no tenía estéreo, la mafia napolitana y toda
una ciudad que elige vivir en pausa, rendida a su Dios. Es el de las canciones,
el de los documentales a carne viva y las biografías siempre desactualizadas.
El que levanta el teléfono y llama cuando menos lo esperás y más lo necesitás.
El que jugó partidos a beneficio sin que nadie se enterara. El que pasa del
amor al odio con Cyterszpiler, con Coppola o con Morla. El que siempre vuelve a
sus orígenes y le presta más atención a los que menos tienen. (Clarin)